La novela infame de la corrupción
Carles Casajuana en El País
TRIBUNA
Miles de imputados,
cientos de sumarios pudriéndose y nadie devuelve un euro
En una novela, las primeras páginas suelen abrir
interrogantes a los que el narrador deberá luego dar respuesta, sin incurrir en
incoherencias ni dejar ningún cabo suelto. La mente humana aspira al equilibrio
y quiere que las cosas encajen, que tengan sentido. Cuando el coronel Aureliano
Buendía recuerda frente al pelotón de fusilamiento la tarde remota que su padre
le llevó a conocer el hielo, está plantando en la mente del lector unas
incógnitas que este no reposará hasta despejar. ¿Qué hizo para ser fusilado?
¿Qué ocurrió esa tarde remota en que vio por primera vez el hielo? Cuando el
innominado protagonista de Desgracia,
de John Coetzee, dice que para un hombre de su edad, divorciado, cree que ha
conseguido resolver la cuestión del sexo bastante bien, el lector sospecha que
hay gato encerrado y continúa leyendo con la seguridad de que las cosas no
serán tan sencillas.
Al plantear estos interrogantes, el novelista sabe
que está contrayendo una deuda con el lector, una deuda que deberá pagar a lo
largo de la novela, midiendo bien los tiempos para que el lector, una vez
saciada su curiosidad, no le abandone antes de la última página, pero que no
podrá dejar insatisfecha, so pena de ser considerado un mal novelista. Incluso
en las novelas abiertas, en las que algunas de las incógnitas quedan sin
resolver, lo que el autor le está diciendo al lector es que las preguntas que
cuentan son otras y que es a esas a las que ha dado cumplida respuesta.
Este afán tan humano por el equilibrio, este
anhelo de que el mundo tenga sentido, se proyecta también con gran fuerza sobre
la justicia. Cuando alguien comete un delito, los demás nos identificamos
inconscientemente con la víctima y esperamos una reparación. Para poder reposar
tranquilos, deseamos que el orden previo se restablezca: queremos ver al
culpable, esposado, entrando en la cárcel con la cabeza gacha. Si no, nos
sentimos estafados, privados de sosiego por esa incógnita que permanece sin
despejar en nuestra mente. Sabemos que la vida, a diferencia de una buena
novela, no siempre tiene sentido, pero aun así una fuerza inconsciente nos
mantendrá a la espera de una sentencia que haga justicia.
Los griegos lo sabían y acuñaron el concepto de
catarsis, una saludable descarga de emociones destinada a poner las cosas en su
sitio. Un alumno, harto de un profesor particularmente malhumorado y
antipático, le pone una tachuela en la poltrona. Al sentarse, el profesor da un
brinco y los alumnos se ríen. Sus carcajadas son a la vez veredicto y condena.
Esto es catarsis. Otro ejemplo, más pegado a la actualidad. El jubilado A tiene
unos ahorrillos. El director de sucursal de su banco, B, le sugiere que los
invierta en preferentes, asegurándole que recibirá un interés estupendo y que
el riesgo es inexistente. Dos años más tarde, A ha perdido el 80% de sus
ahorros y B sigue dirigiendo la sucursal. Lógicamente A no puede dormir,
desvelado por la injusticia de este mundo. En cambio, si B es procesado y va a
la cárcel, A dormirá mucho mejor. Es más: es posible que tenga sueños
agradables. Se imaginará a B encadenado a una pesada bola negra en una mazmorra
lóbrega y hedionda, rodeado de ratas y cucarachas, y puede que descanse tan a
gusto que por unas horas llegue a olvidarse de sus ahorros.
Lo mismo sucede a gran escala cuando una
confluencia de hechos delictivos destruye el sentido de justicia de una
comunidad. Los ciudadanos se sienten frustrados y no pueden descansar en paz
mientras los culpables no sean castigados. No es un afán justiciero, ni un
deseo soterrado de linchamiento. Simplemente, quieren recuperar la fe en las
instituciones y en los que las encarnan, la convicción de que la justicia
funciona y es igual para todos. Quieren carcajearse viendo cómo el preboste de
turno da un brinco al sentarse, quieren poder imaginarse a los aprovechados
pagando sus fechorías en la cárcel, o al menos privados de sus privilegios y
coches oficiales. Necesitan que la justicia les acabe de contar la historia,
para dormir tranquilos.
Esto es justo lo que no está ocurriendo con las
innumerables estafas y casos de corrupción que infestan las páginas de nuestros
periódicos, y en particular con el caso
Bárcenas. Nuestro sistema político carece de mecanismos de
depuración y nuestro sistema judicial, con su lentitud exasperante, no apacigua
nuestra conciencia. Los casos se dirimen a la vista de todos. A los ciudadanos
nos gustaría no tenernos que enterar de los detalles escabrosos de cada caso,
no tener que soportar el hedor que despiden. Desearíamos que los responsables
dimitieran y que los culpables fueran condenados con rapidez, para descansar a
gusto. Es la tarea que esperamos de nuestros políticos y de nuestros jueces.
Que los unos asuman las responsabilidades que les correspondan y que los otros
se tapen la nariz, que se enfrenten al hedor, sin dejar que lo inunde todo, y
nos limpien la casa.
Pero nuestras instituciones judiciales y políticas
escriben novelones infames en las que los hilos del argumento se pierden en
extraños laberintos procesales, los protagonistas se confunden en la mente del
lector, sobran personajes y capítulos, los enredos se entremezclan, las pistas
se pierden, todo suena a sabido por la reiteración de los chanchullos, pocas
veces se llega al final y aún menos al fondo de ningún asunto, nadie se da por
enterado de nada y pocos pagan de verdad sus fechorías. La acumulación de casos
y su similitud son tales que ni los pintorescos nombres con los que son
denominados —Gürtel,
Campeón, ITV, Nóos, Emperador, Palma Arena, Pokémon, Clotilde, Mercurio, Palau,
Pretoria, Malaya, Ballena Blanca, etcétera— sirven para
individualizarlos en la mente del lector. Hay miles de imputados, cientos de
sumarios pudriéndose en los juzgados, nadie devuelve un euro y el conjunto es
una novela sembrada de indicios concluyentes de los que nadie saca
conclusiones, de acciones sin consecuencias, de responsables que no se
responsabilizan de nada y de víctimas impotentes ante la insultante impunidad
de los culpables.
No es una novela para abandonarla distraídamente a
media lectura: es una novela para arrojarla con rabia contra la pared. Hoy,
esta novela tiene un protagonista indiscutible, el preso de Soto del Real, y
los indicios sobre la financiación ilegal del partido del que era tesorero son
tan abrumadores que si de verdad fuera una novela no podríamos abandonar la
lectura hasta llegar al final, con las dimisiones y condenas pertinentes, que
sin duda serían ejemplares. Pero aquí nadie escribe el último capítulo y
nosotros seguimos en suspenso, sin saber cómo acaba el denigrado protagonista
de Desgracia —que, si
la traducción fuera fiel, debería titularse Deshonra, por cierto— ni qué tipo de maldición pesa sobre la
estirpe de los Buendía. ¿Cómo no van a cundir el cinismo y la desafección?
Estoy convencido de que la mayoría de nuestros
políticos son honestos y la mayoría de nuestros jueces, diligentes y capaces.
Pero es obvio que algo está fallando. Algo fundamental.
Carles Casajuana es
diplomático y escritor.
Joan
A. Forès
Reflexions
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