Benvolguts,
El Pedro jeta (el del corpiño vermell) Jiménez,
que exerceix de cap de cerimònies de l’aquelarre Gurtel-Bárcenas-Rajoy, publica
aquest article dos dies abans de la compareixença com a testimonis davant del
jutge Pablo Ruz de 3 dels presidents del PP dels darrers 10 anys, Álvarez
Cascos, Javier Arenas i la Cospedal. Estranyament el quart president, el tenebrós
Miguel Ángel Acebes no surt en aquesta foto!
Una tergiversación manipuladora, de Pedro J. Ramírez en
El Mundo
on 11
August, 2013 in Comunicación, Derechos,
Ética,
Libertades, Política,
Sociedad
OPINIÓN:
CARTA DEL DIRECTOR
Nunca
hemos tenido problemas por publicar una noticia falsa. Ha ocurrido pocas veces,
pero ha ocurrido. En éste y en todos los demás grandes diarios, por muy
estrictos que sean los controles. Pero la falsedad cae a plomo, por su propio
peso, y si es bienintencionada –nadie que quiera tener futuro publica mentiras
a sabiendas– se agota en sí misma mediante una rectificación y unas excusas, de
las que el perjudicado emerge triunfante, reivindicado y con la tentación de
proclamar que todas las demás cosas malas pasadas, presentes y futuras escritas
sobre él tienen el mismo grado de certeza que ésa en la que se equivocó un
periódico.
No,
todos los problemas llegan por publicar noticias verdaderas que incomodan a los
poderosos. Y cuantos más elementos documentales las avalen –es decir, cuanto
mayor sea su veracidad–, peor. Es el momento en el que el poderoso pasa del «ni
hay pruebas ni las habrá» (contra Amedo y Domínguez) o el «nadie podrá probar
que no sean inocentes» (Bárcenas y Galeote) a la embestida contra el mensajero
que, en realidad, no es sino el portador del espejo. Y no es casualidad que
–simbiosis personales al margen– Rajoy hiciera suyas las palabras que en su día
utilizara Rubalcaba contra EL MUNDO porque cuando no se puede acusar a un
diario de mentir, se le acusa siempre de eso: de «manipular y tergiversar».
Según
la acepción del diccionario que viene al caso, «manipular» es «intervenir con
medios hábiles y, a veces, arteros en la política, en el mercado, en la
información etc., con distorsión de la verdad o la justicia y al servicio de
intereses particulares». Un cínico podría sentirse halagado, pues esa perfidia
requiere en efecto destreza, pero, para quienes hemos hecho de la búsqueda y
divulgación de aquellas partes accesibles de la verdad una forma de vida,
constituye una ofensa realmente antipática.
En
comparación, podría considerarse que «tergiversar», definido como «dar una
interpretación forzada o errónea a palabras o acontecimientos», sería casi un
pecadillo venial; sobre todo cuando, a diferencia del caso anterior, el
diccionario omite la motivación y el dolo. Sin embargo esta definición tiene la
virtud de colocar bajo el foco la actividad más importante que políticos y
periodistas realizamos en común: la «interpretación» de la realidad.
Nadie
discute que los hechos son sagrados y las opiniones son libres; pero, ¿y las
interpretaciones? Ahí es donde están las arenas movedizas en las que tantas
veces queda empantanada la ética de la objetividad. Puesto que todos estamos
condicionados por nuestras ideas, experiencias y prejuicios, la objetividad,
estáticamente considerada, puede ser un concepto paradójicamente subjetivo.
Pero si la ponemos en movimiento y la llevamos a la práctica es fácil
determinar que lo objetivo es lo coherente; o sea juzgar unos mismos hechos por
un mismo rasero, al margen de que su protagonista sea amigo o enemigo, afín o
adversario, hijo de un socialista o marido de una popular.
Las
interpretaciones han de ser pues consecuentes por sentido de la propia dignidad
y del deber de informar a los lectores o representar a los ciudadanos. De ahí
cabría concluir que el peor pecado que se podría cometer en un debate público
sería una tergiversación manipuladora. Es decir, comparecer en la palestra
forzando una interpretación errónea de unos hechos, para intervenir en la
política distorsionando la verdad, al servicio de intereses particulares.
Veamos a quien afecta esta tipificación moral.
«¿Qué
ha manipulado y tergiversado EL MUNDO?», concluía nuestro editorial al día
siguiente del ataque de Rajoy. «¿El relato de Bárcenas, corroborado por éste al
dedillo ante el juez? ¿El original entregado a la Audiencia y que, según los
peritos, fue elaborado por Bárcenas a lo largo de los años? ¿O acaso los SMS
dirigidos por el presidente al tesorero? ¿Cuál de ellos, señor Rajoy? ¿El de
‘hacemos lo que podemos’ o el de ‘sé fuerte’? Esperamos con anhelo sus
concreciones».
En
los nueve días transcurridos ni el presidente ni ninguno de sus lacayos de
papel ha dado ese paso aclaratorio. Se ha acusado a Bárcenas de amañar la
contabilidad B con argumentos rebuscados sobre la congruencia del pendrive con
los manuscritos o la fecha de entrada en vigor del euro, pero eso no atañe a
nuestro periódico, relator fiel de una acusación grave, ratificada en sede
judicial. Tampoco es cosa nuestra si el Código Penal ha sido lo suficientemente
complaciente con sus sucesivos redactores como para no haber incluido hasta
ahora el delito de financiación ilegal o si la prescripción se convierte una
vez más en la puerta trasera de la impunidad. Aquí lo penal es accesorio; lo
político, sustancial.
Lo
que nos atañe, lo que puede y debe plantearse es si EL MUNDO ha sido fiel a sí
mismo, tratando estos hechos de igual forma que si hubieran sucedido en el
PSOE, en Convergencia o en Unió; y si al transmitirlos hemos intentado dar gato
por liebre a los lectores mediante algo parecido a esa repudiable
tergiversación manipuladora, descrita con ayuda de la RAE. La respuesta a la
primera pregunta es «sí» y a la segunda, «no»; y desafío a quien discrepe a que
lo argumente, como yo paso a argumentar que quien desde luego incurrió –y
además en el Parlamento– en el pecado nefando que se atrevió a atribuirnos fue
precisamente el señor Rajoy.
Apenas
cinco minutos después de lanzar su andanada contra EL MUNDO, el líder del PP
aseguró enfáticamente: «Señorías… cuando yo fui elegido presidente del Gobierno
el señor Bárcenas no estaba en el partido, no era el tesorero, ni tenía
representación política». Fue una afirmación clave que, después de mucho andarse
por las ramas, trataba de vaciar la tesis de que un presunto delincuente había
estado siendo protegido por el PP, como consecuencia de su capacidad de
chantajear al jefe del Ejecutivo.
Todo
el mundo entendió lo que Rajoy quería que se entendiera: que cuando llegó a la
Moncloa el 20 de diciembre de 2011 estaban ya rotos todos los lazos con un
Bárcenas que había dejado el acta de senador, que había sido sustituido en su
cargo orgánico por Romay Beccaria y que ya «no estaba en el partido». O sea que
si las presiones existieron fueron cosa del pasado, que el caso Bárcenas era un
asunto zanjado por el PP en la oposición y que los SMS posteriores fueron sólo
eso: una expresión de «solidaridad» humana porque «cada uno, Señorías, es como
es, y yo, para bien o para mal, soy así». O sea un gobernante compasivo que, en
medio de sus arduas responsabilidades, no deja de ocuparse de un ex compañero
que lo pasa mal, tecleando dos inocentes palabras de aliento.
El
problema es cómo casar esa versión, y esas palabras concretas, con los
documentos que hoy reproduce EL MUNDO. El más impactante es sin duda la nómina
pagada por el PP a Bárcenas el 31 de mayo de 2012 –cuando Rajoy ya llevaba casi
medio año en la Moncloa– por un importe de 18.247 euros de mesada, más otros
3.042 como prorrata de pagas extraordinarias. Pero los demás papeles también
tienen gran importancia pues demuestran que su pretendido desenganche del PP
fue en realidad una farsa, extraordinariamente favorable para Bárcenas, a quien
se dio de alta en la Seguridad Social el 16 de abril de 2010 para realizar
«trabajos exclusivos de oficina». Sólo tres días después él mismo dirigía una
carta personal a Rajoy en la que le comunicaba: «vuelvo a incorporarme a mis
funciones», poniéndose a su disposición para que «teniendo en cuenta la
situación actual –obsérvese el guiño de complicidad– definamos con claridad mis
responsabilidades».
Comprendo
que muchos se detendrán en la obscenidad de que un partido político que recibe
la gran mayoría de sus ingresos legales de fondos públicos entregara a Bárcenas
715.000 euros brutos entre abril de 2010 y febrero de 2013 por desempeñar una
tarea hasta la fecha desconocida, desde esa sala Andalucía que tenía asignada
en la sede de Génova. Pero para mí lo esencial es la explicación, distinta a la
de que Rajoy lisa y llanamente mintiera, que permite conciliar el que «Bárcenas
ya no estaba en el partido» y, sin embargo, acudía allí con regularidad a hacer
no se sabe qué, cobrando religiosamente su nómina.
Lo
que arropaba la literalidad del aserto –Rajoy se había ocupado de decirlo, como
quien no quiere la cosa, un par de párrafos antes– era que Bárcenas «dejó la
militancia del Partido Popular». Es decir que ya no era uno de los 833.034
afiliados que, teóricamente, pagan su cuota y reciben los mailing
personalizados de los dirigentes. Al parecer su esposa y él se dieron de baja
al percibir la hipocresía de algunos íntimos amigos. O sea que Bárcenas «no
estaba en el partido» en el mismo sentido formal en el que no lo han estado ni
ministros ni vicepresidentes del Gobierno de distintos signos que no tenían
carné, pero sí lo estaba en el sentido físico, material y contante y sonante
que era el único que podía interesar a Sus Señorías y al conjunto de los
españoles, teniendo en cuenta que a los 833.033 afiliados restantes nadie les
ha devengado nunca similar moco de pavo.
Rajoy
no mintió en este punto pero incurrió en una tergiversación manipuladora de tal
calibre que, en sí misma, justificaría una nueva petición de comparecencia de
todos los grupos y desde luego la puesta en marcha de una comisión de
investigación parlamentaria. El estatus de Bárcenas durante los 33 meses que
transcurren entre su vuelta a la nómina de Génova, tras concluir su excedencia
como senador, y el estallido del escándalo de la contabilidad B y los
sobresueldos constituye un delator agujero negro que exige explicaciones
políticas concretas, al margen de cuál sea el rumbo penal del caso. ¿Aún habrá
quien sostenga que el ex tesorero no conseguía de Rajoy nada de lo que le pedía?
Cospedal
aseguró balbuciente que Bárcenas estaba recibiendo una «indemnización en
diferido», fruto de una «simulación» de contrato. Pero mientras no contraponga
otros documentos a estos que publicamos hoy, cabrá pensar que la «simulación»
fue, en primer lugar, la desvinculación de Bárcenas de la que tanto se jactó
Rajoy en el Parlamento y, en segundo lugar, la propia explicación de la
secretaria general como mecanismo de control de daños.
¿Qué
es lo que dirían los paladines del dogma de la Inmaculada Concepción en el PP
si esto hubiera sucedido en el PSOE? Pues lo mismo que ahora dice EL MUNDO por
mor de la ética de la objetividad: que todo indica que Rajoy decidió comprar el
silencio de Bárcenas, asignándole una fabulosa renta perpetua sin desempeño real
que la justificara y que el SMS del 18 de enero prueba que no fue la aparición
de las cuentas en Suiza –conocida por el Gobierno más de mes y medio antes–
sino los primeros gorgoritos de Bárcenas, lo que hizo que el apaño saltara por
los aires.
Supongo
que varias de las partes personadas en el sumario preguntarán pasado mañana a
Javier Arenas por los encuentros que Bárcenas me explicó que mantuvieron en
Madrid y Sevilla en diciembre. Según su versión, ante el escándalo que se
avecinaba cuando la comisión rogatoria llegara al juez, él propuso poner
término, esta vez sí, a la relación laboral mediante el correspondiente
finiquito y Arenas le transmitió el deseo de Rajoy de dejar todo como estaba,
apoyándose en que ya se había producido la regularización fiscal. Bárcenas me
dio a entender que tiene pruebas de todo ello.
Yo me
limité a reproducir su relato ante el juez Ruz con el máximo detalle que pude
recordar. Lo hice bajo juramento porque pensé que, en la duda, siempre me
obligaría más a decir la verdad que una simple promesa. Estoy seguro de que
Arenas, que toda la vida ha tenido algunas cosas mucho más claras que yo,
también utilizará esa fórmula.
Joan
A. Forès
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