No nos conocíamos
17/01/2018 01:13 |
Actualizado a 17/01/2018 03:13
No nos conocíamos. Ni nos conocemos. Y este desconocimiento
es la mejor prueba del fracaso rotundo del proyecto de nación española. Y más
concretamente, del fracaso de la España de las autonomías que se improvisó de
mala gana en la Constitución del régimen del 78.
Y el no conocernos
pone en evidencia otro hecho: que políticamente no somos lo mismo. O para ser más precisos y no ser sospechosos de
supremacismo étnico: que, siendo de los mismos, el modelo de relación política entre el Estado
español y los catalanes de cualquier origen nos ha impuesto una profunda
desigualdad de reconocimiento y dignidad.
Que no conocíamos el Estado se hizo patente
el pasado 1-O. Lo diré en
primera persona para no implicar a los listillos que “ya sabían lo que iba a pasar”. Soy de los que sostenían, con toda la convicción, que el Estado español no podría soportar la imagen internacional
de una policía llevándose urnas. O que la pertenencia a Europa le haría temer la censura del resto
de los miembros. Que si las urnas llegaban a los colegios electorales, el Gobierno español alegaría que el referéndum era ilegítimo
y, por lo tanto, irrelevante y sin consecuencias formales. Pero que si la participación era significativa, al final, se forzaría el diálogo reclamado pocos días antes. Reconozco que no conocía España.
Que el Estado no nos conocía también se
hizo evidente el pasado 1-O. Los poderes
del Estado creían que lo del
soberanismo era una rabieta de unos pocos “nacionalistas”. Primero, para negociar más dinero: ¡ya se sabe, unos
fenicios! Después, que unos líderes que se habían vuelto locos iban de farol.
O que una “espiral
silenciosa” tenía atemorizada a la mayoría unionista. Más tarde, que era un suflé que se
desinflaría por el caso Pujol, por el paso al
lado de Mas o por las discrepancias con la CUP. Pero el 1-O se descubrió a
un pueblo y unos gobernantes determinados a llegar hasta el final. Las urnas llegaron a cada colegio electoral y, a
pesar de las amenazas y la represión, se votó. Y así es
como recurrió a la aplicación del estado de excepción con el artículo 155. Pero contra
toda previsión, el 21-D
volvió a ganar el independentismo en las condiciones electorales más bestias imaginables. España tampoco nos conocía.
A propósito de todo
eso, he recordado una anécdota vivida entre 1997 y 1998, en unos encuentros “para entendernos un poco mejor”, como se decía en su presentación.
Organizadas por el Inheca y la Fundación Encuentro en El Paular (Madrid) y
en el parador de Aiguablava (Begur), las ponencias fueron publicadas
en español y catalán, con el título Catalunya-España.
Un diálogo con futuro (Planeta, 1998).
Por la tarde de la primera jornada en El Paular, el diálogo fluía con aquella
cordialidad impostada –la de los abrazos entre desconocidos– que podía hacer
pensar que todos participábamos en igualdad de condiciones. Pero en el banquillo español, todo eran nombres
de peso: Herrero
de Miñón, Lamo de Espinosa, Rubio Llorente, Pradera, Wert, entre otros.
En el banquillo catalán, con algunas excepciones, un grupo de pardillos –que los compañeros me
perdonen– voluntariosos. Pues bien,
hacia el final del día, no pude evitar hacer notar que el bienintencionado diálogo, más allá de las formas amables,
se producía en unas condiciones de enorme desigualdad objetiva. Los catalanes conocíamos bien a todos los interlocutores
españoles, y podíamos leer cada día sus artículos. Los del otro
equipo, a la mayoría no nos conocía de nada y, a pesar de ser articulistas
habituales en la prensa catalana, en su prensa nacional no nos habían podido
leer nunca porque, en el mejor de los casos, nos relegaban a las páginas
locales de sus ediciones. Y, obviamente, todavía éramos menos iguales con relación al
control de grandes instituciones con enormes presupuestos... y en nuestras
declaraciones de renta.
Nada ha cambiado desde entonces sino que ha empeorado. El
éxito de cualquier diálogo no es que se intercambien ideas, sino que se
produzca en condiciones de igualdad, o si se quiere, que haga posible avanzar en esta
igualdad de reconocimiento. Y eso, tanto si se
trata del terreno de las ideas como de los intereses políticos. De manera
que, en general, cuando España y
Catalunya han dialogado, ha sido bajo un simulacro en el que se enmascaraban las condiciones
de desigualdad objetiva. Y cuando
desde Catalunya se ha pedido un diálogo político sin
condiciones previas pero sí en condiciones de igual dignidad política, se ha hecho transparente la desigualdad y España no lo ha
podido aceptar.
En definitiva, que ni nos conocíamos, ni nos conocemos,
ni parece que nos vayamos a conocer. Porque este es, en
definitiva, el origen de todo el conflicto político entre España y Catalunya: el
no reconocimiento.
Dos naciones que podrían entenderse, y no sólo “un poco mejor”,
sino a fondo y con grandes oportunidades para beneficiarse mutuamente. Pero
sólo desde el reconocimiento. Nunca desde la sumisión, la humillación o la
amenaza.
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