Benvolguts,
El senyor Félix Ovejero és un professor de Filosofia de la Universitat de Barcelona.
En diversos apunts d’aquest senyor s’ha
demostrat el seu sentiment anti-independentista català, furibund anti-immersió lingüística
i exaltador del bilingüisme.
Malgrat tot, com que en aquest apunt no parla
de nacionalismes he considerat que les seves disquisicions filosòfiques sobre la
política i el populisme i les trampes a la política, eren prou interessants per compartir-les. Un
tast:
·
Lo resumió Juncker hace un par de años en The Economist: “Sabemos
exactamente lo que debemos hacer; lo que no sabemos es cómo salir reelegidos si
lo hacemos”.
En un altre tast diu:
· Lo que no cabe es decir, como Ada Colau
cuando defiende su partido político, que (en su seno) “hay gente abiertamente
independentista, otra que no, otra que es federalista, otra a la que no le
interesa el tema porque lo considera secundario. Pero el mínimo común es
democracia”. O sea, que hay unos que quieren excluir de la ciudadanía a los
otros, pero ya verá. Más transversal, imposible.
I un darrer tast (recordem
la frase que vaig citar fa uns quants dies i que no recordava qui l’havia
pronunciada):
· Ni Pío Caballinas cuando decía: “Hemos
ganado. Lo que no sé es quiénes”.
Vegeu quins articles produeix el tal Ovejero: http://elpais.com/elpais/2013/05/09/opinion/1368112633_046787.html
I ara l’article:
Todos eran populistas
Félix Ovejero en El País
el 11 agosto, 2014 en Derechos, Libertades, Política, Socialismo, Sociedad, Sociología
No se ganan
elecciones recordando verdades amargas y retos fatigosos. Y se sabe que no es
fácil rentabilizar en votos actuales la solución a los problemas de mañana, que
todavía no se ven, aunque se cultivan ahora
En un conocido poema, Becquer sostenía que la
poesía es eso que queda una vez nos hemos desprendido de la rima, el metro, la
cadencia y “hasta la idea misma”. Para la política, para la mejor política,
quizá debamos buscar una definición parecida: lo que queda una vez nos
olvidamos de encuestas, broncas, oportunismos y búsquedas de titulares. Eso sí,
habría que retener “la idea misma” e, inmediatamente, echarse a llorar, porque
esa política, la de las ideas, con principios reconocibles y propuestas
institucionales acordes con ellos, resulta infrecuente. La competencia
electoral impone palabras vacías, promesas imprecisas y griterío
descalificador. Se trata de prometer todo a todo aquel en condiciones de votar,
omitir propuestas incómodas, aplazar dificultades y buscar clientes por
cualquier esquina. No hay fantasía de votante potencial que no halle su cobijo
en los programas. Al final, los partidos que aspiran a gobernar, a conquistar
las mayorías a fuerza de borrar las aristas, siempre acaban por encontrarse en
torno al votante medio, con programas dulces y biensonantes. El resultado es
que, en lo esencial, la música resulta muy parecida. Y como las diferencias son
menores hay que gritarlas fuerte y alentar el escándalo por las anécdotas. La
política que no puede ser la Academia de Platón acaba en el Patio de Monipodio.
Con este panorama resulta difícil evitar la
tentación de ajusticiar políticos, de enfilar a una casta que puede ser
cualquiera. Desafortunadamente, el problema no es de los políticos, sino de una
dinámica institucional que convierte en inevitables sus procedimientos. No se ganan
elecciones recordando verdades amargas y retos fatigosos, enfrentando a los
ciudadanos con dificultades hondas, sobre todo, si para resolverlas exigen
cambios en sus comportamientos o en sus creencias. Sucede con las amenazas
ambientales, con las pensiones futuras y sucedió con la burbuja financiera. A
cuenta de otros asuntos, lo resumió Juncker hace un par de años en The
Economist: “Sabemos exactamente lo que debemos hacer; lo que no sabemos es cómo
salir reelegidos si lo hacemos”. Mejor apuntar a favor de corriente y dejar que
el tiempo pase. Y es que no hay modo de rentabilizar en votos actuales la
solución a los problemas de mañana, que todavía no se ven, aunque se cultivan
ahora.
Por eso, todos, si quieren ganar, se arriman al
populismo. Pocos ejemplos más elocuentes que la “reacción” ante la crisis.
Según cuenta Mariano Guindal en El declive de los dioses, poco antes de la
victoria electoral del PSOE, en 2004, el futuro ministro Miguel Sebastián se franqueó con unos periodistas: “Menos mal que no
vamos a ganar porque la que viene sobre España es gorda. [Estamos] peor que
mal. Tenemos una burbuja inmobiliaria y es inevitable que estalle, y cuando
esto ocurra se lo va a llevar todo por delante incluyendo los bancos (…). El
Gobierno del PP ha sido un irresponsable. En lugar de frenar la concesión de
créditos hipotecarios a través del Banco de España, ha echado más gasolina al
fuego con las desgravaciones fiscales”. Ante la pregunta de por qué
no abordaban el problema, la respuesta fue una clase de política práctica: “No es un programa
electoral para gobernar, sino para que José Luis obtenga un resultado lo
suficientemente bueno para salir reelegido secretario general del PSOE en el
próximo congreso. Después ya haremos un programa económico en serio para
gobernar”. Ganaron las elecciones e ignoraron el problema, porque
había que seguir ganando. Se confirmó cuando, ante un tímido intento por parte
del PP de señalarlo —en un debate entre Pizarro y Solbes—, los socialistas
acusaron a los populares de alarmistas y mentirosos. El PP tampoco levantó mucho la voz. No ignoraba
que con malos presagios no se recogen votos y, además, estaba en el origen del
lío.
No hay confirmación más rotunda de la naturaleza
radical de la patología que el hecho de que afecte también, en otras variantes,
a las distintas alternativas regeneracionistas, desde los moderados “de
centro”, sin otra identidad que la (subordinada) que le otorga su apelación a
los “extremos”, hasta los radicales que, ante las preguntas serias, las que
emplazan y dotan de identidad a un proyecto político, se entregan a retóricas
atrapalotodo (defendemos esto, lo contrario y lo demás) cuando no a genéricas
invocaciones a la democracia, como si la defensa de la participación eximiera
de lo que realmente identifica a los partidos: ideas y propuestas.
La democracia no puede ser una excusa para evitar
el punto de vista. Un partido no es un Parlamento. Ni siquiera un sóviet. La
voz dispersa y plural de la sociedad, que se encauza mediante la participación,
no se puede confundir con la de unos partidos, a los que hay que exigir
principios y propuestas. Una cosa es que, ante nuevos problemas o ante nuevas
informaciones sobre los problemas, quepa la discusión o revisión de propuestas y
otro es que la discusión alcance a la identidad de proyecto. Para unirse a un
proyecto hay que saber de qué va. Lo que no cabe es decir, como Ada Colau cuando defiende su
partido político, que (en su seno) “hay gente abiertamente independentista,
otra que no, otra que es federalista, otra a la que no le interesa el tema
porque lo considera secundario. Pero el mínimo común es democracia”. O sea, que
hay unos que quieren excluir de la ciudadanía a los otros, pero ya verá. Más
transversal, imposible. Ni Pío Caballinas cuando decía: “Hemos ganado. Lo que
no sé es quiénes”.
La defensa de la democracia participativa no nos
exime de precisar las ideas que defendemos en el ejercicio de la democracia.
Confundir unas cosas con otras, las ideas con (el conjuro de la apelación a)
los procedimientos, es el germen del peor populismo. Por ese camino siempre
asoman demiurgos que presentan sus ocurrencias y simplificaciones como la voz
del pueblo. Las inevitablemente opacas y, muchas veces, contradictorias
opiniones ciudadanas son un tributo inevitable de la democracia y, como nos ha
mostrado la mejor teoría social, no admiten interpretaciones sencillas. La
tarea de las instituciones es darles cauce, sin trampas, mediante un debate
democrático que requiere del matiz y la precisión, de la pauta y el
procedimiento. Las consignas y las tertulias son otro negocio.
La buena política apunta a principios e
instituciones. Principios, conviene aclarar, que nada tienen que ver con la
moralina gestera del golpe en el atril o de la sonrisa perdonavidas. No hay peor enemigo
de la discusión política que las autoproclamadas superioridades morales, esa
disposición que da en presumir que mientras nosotros defendemos nuestras ideas
por convencimiento, los rivales, comprometidos con oscuros intereses, no creen
sinceramente en lo que dicen ni buscan respuestas a los problemas colectivos. Quien
asume eso desprecia a sus conciudadanos y, en el camino, abdica de la mejor
democracia, asociada a una discusión pública que resulta imposible cuando se
parte de que los demás tienen un trato insincero con sus ideas. No cabe debate
político si te descalifico como interlocutor.
Adoptar esta visión no equivale a entibiar el
debate político. Al revés, supone debate ideológico en el mejor sentido y,
entre otras cosas, reconocer la nitidez de clásicas coordenadas políticas,
comenzando por el maltratado eje izquierda-derecha, del que tantos huyen. Al
menos en el plano de los conceptos las distinciones conceptuales son obligadas,
si hay afán de verdad. Así, por ejemplo, queda mucho por discutir y matizar en torno
a contraposiciones como igualdad y libertad o entre eficiencia y equidad y
sobre sus implicaciones institucionales. Debates que no se resuelven
con repentizaciones de café, sociología de asamblea ni trovos maoístas. Tampoco
con huidizas apelaciones a “nuevos tiempos”. La vigencia normativa de las ideas
—aunque no la materialización institucional— resulta independiente de lo que
pase en el mundo, de éxitos o fracasos electorales. Dicho de otro modo, si
mañana desaparecieran todos los socialistas del mundo, la idea del socialismo
quedaría intacta.
Otra cosa es que, en la fatigada política diaria,
sometida a retos imprevistos y a los tributos de la competencia política, las
trazas se emborronen. Pero esas circunstancias dejan intactos los principios,
como dejan indemnes a los conceptos de inteligencia y belleza el triste hecho
de que muchos de nosotros seamos necios y patibularios. Hasta para reconocer
que estamos ante un borrón hay que saber qué es el trazo limpio. Incluso si
llega la hora de emborronar. Lo importante es no descuidar que el que las reglas de
nuestras democracias nos impongan ciertas estrategias y procedimientos no nos
obliga a convertir los borrones en doctrina política.
Félix Ovejero es profesor de la Universidad de
Barcelona.
Joan
A. Forès
Reflexions
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