Benvolguts,
Hem trobat un curiós
article d’un funcionari de presons que explica de manera crua i al mateix temps
poètica la vida a la presó d’Extremeras, la seva vida, la dels 5 presos
catalans a qui els anomena com gats, gatazos, etc. I dels centenars de presos no
polítics. Usa figures molt dures com: nos
muerden en el hombro, nos vomitan en nuestras feas camisas, todo lo que exhalan cada uno de esos cien
o ciento diez presos le cae al funcionario todos y cada uno de sus días de
encierro sobre el pobre uniforme con que lo visten: sus llantos, sus meados,
sus vómitos, su sangre, su malestar constante que va laminando poco a poco
sus pequeñas ilusiones de hombre, o mujer, que tan solo quiere volver esa noche
a su casa con el cuerpo y el alma sin arañar.
Se’n fot de la feina
i dels emoluments dels funcionaris de presons comparada amb els de la guàrdia
civil: Policía y Guardia Civil suelen atrapar al malo en unos despliegues
llevados a cabo con mucho brillo intelectual… y un pequeño ejército de entre
cien a ciento diez agentes. Operativos los llaman, en los que van armados con
artillería suficiente como para invadir Polonia. Cuando
decidí dar el paso de ser funcionario de prisiones sabía perfectamente lo que
hacía; de sobra me informé de la miseria a la que me iba a enfrentar; “siempre
encontraré un resquicio de luz en semejante tribulación”, pensaba; pero nada me
hizo sospechar que iba a ser usado, sí, USADO como funcionario público, para
resolver de forma ignominiosa un problema que es tan solo político. Sí,
aún más que cien toneladas de vómitos y sangre juntos, más que todos los orines
sobre los que haya resbalado y caído, o palpado en los vericuetos de un retrete
en busca de un pincho carcelario.
Es lamenta del sou
que reb: Por eso quiero que al menos me den esos 500
euros, porque ver a esos gatazos encerrados en Estremera me supone morirme de
una vergüenza absoluta; es una vergüenza tal que me hace insoportable acercarme
cada día a cumplir con mi turno de trabajo; es la vergüenza democrática de
tener que sufrir el espectáculo de cinco hombres atrapados en prisión por
“crímenes” políticos. Esto es así, es lo que sé, es mi convicción, escuchadme,
por favor, y despertad, que estáis todos como dormidos, que parecéis atontados:
esta vergüenza no es tan solo para mí o para mis compañeros funcionarios, es
una vergüenza para todo un país, España, que siempre defrauda, que siempre
fracasa, que siempre hiere y hace sangrar con el pico roto de sus históricas
disputas. Ya que no se os escapa lo que me juego con
estas palabras, os pido que cuando esta vergüenza que se extiende como lámina
húmeda, como venda usada de enfermo, un día sintáis que os aprieta al fin el
alma, recordad lo que decía este humilde funcionario del Estado que solo
reivindica que no lo usen como pañuelo para limpiarle los mocos al Gobierno.
Vegem l'article:
Los
gatos de Estremera
Un funcionario de prisiones escribe sobre el encarcelamiento de líderes
catalanes: “Nada me hizo sospechar que iba a ser usado para resolver de forma
ignominiosa un problema que es político”
José Ángel Hidalgo*
Imagen aérea de la cárcel de
Estremera.
ESTREMERA
27 DE MARZO DE 2018
Mirad, soy funcionario en la prisión de
Estremera. Es la mía una profesión dura, sufrida, y desde hace unos meses lo es
mucho más… por culpa de unos gatos. Me gustaría hablaros de los gatos que nos
han colado en esta cárcel; pero antes preferiría contextualizar lo que es mi
trabajo. Contextualizar siempre viene bien, como los chupitos de licor de
hierbas, que ayudan a animar el tránsito de una difícil digestión. Lo creo
necesario, contextualizar un poco, pues es éste un gatuperio que a todos se nos
puede atragantar.
Diré primero que lo que hace dura de verdad mi
profesión es que es anónima, casi furtiva; tanto es así, que todos nuestros
actos los sentimos los funcionarios sin lógica o fin, como una desgracia. A
veces entre los compañeros lo comentamos: oye, que nunca trasciende como
debería cuando descolgamos a un preso aún con vida de una reja, o lo
rescatamos medio abrasado de un incendio; tampoco cuando nos meten un pincho en
el intersticio de dos costillas, ay, o nos rompen un brazo, nos muerden en el
hombro, nos vomitan en nuestras feas camisas.
Oh –comentamos entre nosotros–, fíjate en
cambio la que se monta cuando a unos guardias civiles les dan un par de tortas
en un bar. ¡Terrorismo! ¡500 euros limpios más de salario al mes, que todo es
poco, pues todo se lo merece el benemérito cuerpo! Claro que sí.
A mí se me echó encima un reputado etarra
dentro de la cárcel; estaba en mi primer mes de prácticas; me retuvo, arrancó
el cable del teléfono y me arrebató el walki con una de sus manotas enormes,
como de Handía, ese gigante vasco cuya historia triste y mágica fue premiada en
los últimos Goya. En esa palma podría haber reposado holgadamente mi cráneo: y
como un huevo entre sus dedazos lo hubiera roto con tan solo cerrarlos. Pero
Sebastián solo quería decirme con guipuzcoana vehemencia lo “txakurra”
que yo era. Gracias, Sebastián: solo querías humillarme gratis por lo que
significa mi trabajo, “so perro, so carcelero”, me informó. Gratis sí,
pues ni siquiera habíamos cruzado antes una sola palabra.
Con esta pequeña anécdota, un pequeño
secuestro de apenas media hora, pero secuestro al fin, di comienzo a mi nueva
carrera profesional; pensé que si Sebastián me hubiera asaltado fuera de los
muros de la cárcel a lo mejor hubiera sido hasta noticia; dentro, no. Es algo
que me dio para reflexionar sobre la naturaleza de mi nueva ocupación.
Pero sigamos con el contexto.
Policía y Guardia Civil suelen atrapar al malo en unos
despliegues llevados a cabo con mucho brillo intelectual… y un pequeño ejército
de entre cien a ciento diez agentes. Operativos los llaman, en los que van
armados con artillería suficiente como para invadir Polonia. Luego, a cien o ciento diez de los malos que van
atrapando a lo largo de los años, los meten dentro de un módulo al frente del
cual colocan a un solo funcionario, que igual es flaquito, aunque también los
ponen anchos, altos y fuertes, pues su complexión no cuenta a la hora de que se
valore lo que de verdad importa, que es su
soledad.
Entonces, todo lo que exhalan cada uno de
esos cien o ciento diez presos le cae al funcionario todos y cada uno de sus
días de encierro sobre el pobre uniforme con que lo visten: sus llantos, sus
meados, sus vómitos, su sangre, su malestar constante que va laminando poco
a poco sus pequeñas ilusiones de hombre, o mujer, que tan solo quiere volver
esa noche a su casa con el cuerpo y el alma sin arañar.
Me detengo un segundo, dejadme, con los
uniformes, pues oh, los de la Policía son espectaculares, y lo pintureros que
van con los suyos los guardias civiles, marcando talle, bien cortados que están
los números, juncales que son. Pues tendríais que ver cómo son los nuestros:
parece mentira que se pueda diseñar algo así.
Y para completar la contextualización de esa
anónima infelicidad, la mía, la que acarrea mi profesión, que no se me olvide
deciros que esta cárcel donde trabajo, la de Estremera, es la que
registra mayor número de agresiones a funcionarios de España. Dejadme recordar
a este respecto a Woody Allen y su famoso chiste: “¿Seis
millones de judíos muertos en las cámaras de gas? ¡Los récords están para
batirlos!”.
Aquí va mi oscura versión: ¿Ciento treinta agresiones a
funcionarios este último año en Estremera? ¡Los récords están para batirlos! Pues claro que sí, y a pesar de esa gran marca, que sin
duda pronto será pulverizada gracias a la dirección del establecimiento, que
hostiga y hostiga sin pausa ni sentido, a pesar de todas las miserias y
contrariedades dichas, pues van y aún nos humillan más a fondo soltando por el
patio de nuestros módulos a un quinteto de gatos extraños de narices, muy
raros. Son gatos cariacontecidos, que miran y maúllan con temor desde un lugar
que sienten equivocado, que no pertenece a su mundo, y que ya desde el primer
día en que aparecieron nos han contagiado, a los que hemos de atenderles, de un
desasosiego e inquietud casi patológicos.
Ay, qué quinteto de gatazos. Constituye una
visión tremenda ver cómo toman a la mañana su leche, al mediodía comen su plato
de carne flatulenta, caminan a la tarde sobre el lomo de los tejados golpeados
por el viento de esta primavera convulsa que sacude las hermosas vegas del
Tajo; al crepúsculo, si amaina y no llueve, cuando el sol agonizante incendia
las cuchillas de las concertinas, se puede ver a Junqueras y Forn jugar al
tenis; lo hacen con la extraña agilidad de felinos de alzada y regordetes, y a
mí me resulta un suplicio observar cómo estiran el lomo entre elásticos
bostezos cuando fallan una bola, más que toda la miseria que os he contado de
mi trabajo multiplicada por mil; sí, aún más que cien toneladas de vómitos y
sangre juntos, más que todos los orines sobre los que haya resbalado y caído, o
palpado en los vericuetos de un retrete en busca de un pincho carcelario.
Y me revuelvo en estas angustias al verles jugar al tenis
porque cuando decidí dar el paso de ser funcionario de prisiones sabía
perfectamente lo que hacía; de sobra me informé de la miseria a la que me iba a
enfrentar; “siempre encontraré un resquicio de luz en semejante tribulación”,
pensaba; pero nada me hizo sospechar que iba a ser usado, sí, USADO como
funcionario público, para resolver de forma ignominiosa un problema que es tan
solo político.
Lo mismo que han usado a la Policía Nacional
y a la Guardia Civil: solo que a ellos se lo van a compensar con los 500 euros
limpios del ala al mes que decía: ese dinero prometido es para que tengan
buena disposición de ánimo, digo yo, por si hay que volver a romper la crisma a
los que quieran cometer el pavoroso crimen de votar. A nosotros no nos los van a dar, los 500 euros, y eso que
somos esenciales en esa estrategia patibularia del Gobierno: ¡CÁRCEL, CÁRCEL Y
CÁRCEL para el que piense torcido!
Por eso quiero que al menos me den esos 500
euros, porque ver a esos gatazos encerrados en Estremera me supone
morirme de una vergüenza absoluta; es una vergüenza tal que me hace
insoportable acercarme cada día a cumplir con mi turno de trabajo; es la vergüenza democrática de tener que sufrir el
espectáculo de cinco hombres atrapados en prisión por “crímenes” políticos.
Esto es así, es lo que sé, es mi convicción, escuchadme,
por favor, y despertad, que estáis todos como dormidos, que parecéis atontados:
esta vergüenza no es tan solo para mí o para mis compañeros funcionarios, es
una vergüenza para todo un país, España, que siempre defrauda, que siempre
fracasa, que siempre hiere y hace sangrar con el pico roto de sus históricas
disputas.
Ahora les ha tocado a estos gatazos de
Cataluña, pero ya sabéis que hay otras especies por ahí en el punto de mira de
la escopeta del cazador; y las van abatiendo con una brutalidad que solo puede
explicar un odio afilado de clase contra clase: loros raperos, perros chistosos
de Mongolia o inteligentes sepias de Arco.
Ya que no se os escapa lo que me juego con
estas palabras, os pido que cuando esta vergüenza que se extiende como lámina
húmeda, como venda usada de enfermo, un día sintáis que os aprieta al fin el
alma, recordad lo que decía este humilde funcionario del Estado que solo
reivindica que no lo usen como pañuelo para limpiarle los mocos al Gobierno; y
si es así, que al menos le den por ello un pequeño plus de 500 pavos limpios al
mes, que es el precio tasado que el ministro del Interior le ha puesto a su
alma. Ah, y gracias por leerme.
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José Angel Hidalgo es funcionario de prisiones, periodista y escritor. Autor de Sal en los zapatos (editorial Verbum), trabaja en el Centro Penitenciario de Estremera (Madrid VII) desde hace casi diez años, cuando fue inaugurada por Francisco Granados. Por deseo expreso del autor publicamos también su fotografía.
El funcionario de prisiones José Ángel
Hidalgo.
AUTOR
- José Ángel Hidalgo*
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