Benvolguts,
América, 1776
Francesc-Marc Álvaro en La Vanguardia
el 31 octubre, 2013 en Derechos, Historia, Internacional, Libertades, Política, Sociedad
OPINIÓN
Siempre hemos tenido, en
Catalunya, una tendencia a imitar los referentes franceses. Es lógico, por
proximidad geográfica y cultural. Eso ha influido positivamente en algunos
terrenos y no tanto en otros. Participé, hace pocos días, en una mesa redonda y,
a la hora del coloquio, alguien habló de la revolución francesa. El debate en
nuestro país todavía está marcado por este modelo, aunque, desde muchos puntos
de vista, hay otras experiencias históricas que pueden sernos más útiles. Por ejemplo la
llamada revolución americana, anterior a la francesa y a la cual, hasta hace
poco, hemos prestado aquí muy poca atención.
El historiador Gordon S.
Wood califica de “extraña” la revolución de los norteamericanos de finales del
siglo XVIII contra el poder británico para constituir una nueva república
independiente a partir de trece colonias. ¿Qué llevó a aquellos agricultores, artesanos,
terratenientes, abogados, gentes de letras y comerciantes a sublevarse contra
la primera potencia política y militar de su tiempo en vez de aceptar
resignadamente lo que se dictaba desde Londres? El mismo Wood aporta una de las
claves: “La crisis provocada por la Stamp Act despertó y unió a los
norteamericanos como no lo había hecho ningún acontecimiento anterior. Estimuló
atrevidos escritos políticos y constitucionales en todas las colonias, ahondó
la conciencia y la participación políticas de los colonos y produjo nuevas
formas de resistencia popular organizada”.
Fue, por lo tanto, la
reacción a una presión fuerte y continuada de los gobernantes de la metrópoli
lo que cohesionó a una población que, hasta entonces, se consideraba leal a la
Corona. Y eso fue acompañado de un protagonismo sin precedentes de sectores que
no tenían ningún vínculo con los aristócratas ni con los grandes propietarios,
tal como escribió uno de los gobernadores reales de Georgia al referirse al
comité que controlaba una región: “Una amalgama de las gentes más bajas,
especialmente carpinteros, zapateros, herreros, etcétera, con un judío a la
cabeza”. Hoy hablaríamos de clases medias y populares.
¿Qué buscaban los que
decidieron plantar cara a una estructura política, burocrática y militar que
tenía todas las de ganar cuando, a principios de 1775, los británicos se
preparaban para utilizar la fuerza de sus ejércitos para aplastar la revuelta?
Aplazamos un momento la respuesta a esta cuestión y certificamos –de la mano de
Hannah Arendt– que los padres de la independencia de EE.UU. no eran
precisamente unos extremistas, ni siquiera unos revolucionarios vocacionales, sino
todo lo contrario; la mayoría, además, tenía tierras o negocios importantes. Uno de ellos, John
Adams, escribió que “habían acudido sin ilusión y se habían visto forzados a
hacer algo para lo que no estaban especialmente dotados”. ¿Demasiada modestia,
a la vista del resultado, verdad? Adams, que fue el segundo
presidente después de Washington, hace una confesión extremadamente
iluminadora, porque sugiere que el núcleo dirigente de aquel movimiento
–integrado por cabezas muy bien amuebladas– era consciente de los grandes
obstáculos de aquella empresa histórica, basada en ideales ilustrados y bonitas
palabras como libertad y felicidad.
Para responder seriamente
cuál fue el motor de aquella revolución que alumbró el mundo contemporáneo y la
principal potencia, podemos volver a Arendt; evitaremos así ciertos
malentendidos y seremos invitados a tomar nota de todo lo que el pasado todavía
puede enseñarnos: “En América, donde, al principio, la existencia del país
había dependido de una contienda de principios y donde el pueblo se había
rebelado contra medidas cuyo significado económico era insignificante, la
Constitución fue ratificada incluso por aquellos que, siendo deudores de los
comerciantes británicos –a quienes la Constitución había abierto los tribunales
federales–, tenían mucho que perder desde el punto de vista de sus intereses
privados, lo cual nos indica que los fundadores tuvieron a la mayoría del
pueblo de su lado, al menos durante la guerra y la revolución”. Dicho de otro modo,
el coste moral de seguir formando parte de la Corona británica pesó más que el
coste económico, aunque tendemos a pensar que el malestar de los colonos era,
básicamente, un asunto provocado por los impuestos y la falta de representación
en el Parlamento de Londres. Esta realidad desmiente el tópico de
unos norteamericanos movidos únicamente por la plata y señala la complejidad de
las causas que llevaron a aquella gente a desafiar el orden y arriesgar sus
vidas. EE.UU. nació porque lo que parecía imposible rompió el muro de los pronósticos
negativos que se afanaban por convertirse en reales. “En los años setenta (del siglo XVIII) –escribe
Wood–, todos estos acontecimientos, sin que fuera intencionado por parte de
nadie, iban creando una nueva clase de política popular en Norteamérica. La
retórica de la libertad hacía aflorar tendencias políticas latentes desde hacía
tiempo. La gente corriente ya no estaba dispuesta a confiar sólo en los
caballeros ricos e instruidos para que les representaran en el gobierno”. Todo
venía desde abajo. Y, afortunadamente, no les hicieron falta las
guillotinas de los franceses.
www.francescmarcalvaro.cat
Joan
A. Forès
Reflexions
L'autor ha eliminat aquest comentari.
ResponEliminaEsplèndid i ben trobat referent històric en què emmirallar-nos, sense cap mena de dubte!!!
ResponElimina