Podemos y la desunión popular
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Sebastián Martí · · · · ·
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28/06/15
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Entre las
primeras virtudes del estratega destaca la de ajustarse a los tiempos. No
parece que la dirigencia de Podemos esté en posesión de esta habilidad.
Aplicar las mismas claves en mayo de 2014 y en noviembre de 2015 va a suponer
un craso error. Desde el comienzo, Podemos tuvo la vista puesta en las
generales. Las elecciones andaluzas y el paso de las municipales y las
autonómicas aparecían como un estorbo. Sin embargo, lo que va camino de
convertirse en un verdadero obstáculo para sus propósitos mayoritarios es el
no extraer una sola lección de esos comicios.
En mayo de
2014, con la táctica Podemos recién estrenada con relativo éxito –un 8% en
unas elecciones inocuas–, y con Izquierda Unida en torno al 10%, resultaba a
todas luces contraproducente proponer su coalición. Los métodos, las
estrategias, los discursos y su público respectivo aparecían diferenciados
netamente. Aunque podía pensarse en una cooperación poselectoral entre ambas
formaciones, todo aconsejaba discurrir por separado, pues allí donde, en
apariencia, podía llegar Podemos con su hipótesis populista, IU no
alcanzaría, y los convencidos a los que esta coalición podía mantener
repudiaban con visceralidad al nuevo partido. Coaligarse no era, en efecto,
una buena idea.
¿Seguimos en la
misma situación? Los resultados de municipales y autonómicas parecen
responder que no.
En primer
lugar, la "hipótesis Podemos", de naturaleza eminentemente cultural
y discursiva, tiene un recorrido limitado en esta sociedad del espectáculo.
Su aplicación obstinada les hará tropezar el próximo noviembre con un techo
de cristal de no más del 15% de los votos. En segundo término, las elecciones
vividas han mostrado que este límite solo puede desbordarse con otras
prácticas políticas, donde se combinen confluencia ciudadana, liderazgo
carismático, compromiso y honestidad de los candidatos y participación
popular en la elaboración de las listas.
Seamos claros:
el dilema de las próximas generales no es ganarlas de forma incontestable o
perderlas. La insistente retórica de la victoria –«¡Salimos a ganar!»–oculta
torpemente un hecho capital del escenario presente: a día de hoy, las
mayorías inapelables no están al alcance de la mano. Lo máximo a que puede
aspirarse es a conseguir una minoría relativamente decisiva para la gobernación.
Y aquí la encrucijada no es otra que la siguiente: o repetimos dirección
conservadora y neoliberal, con el auxilio de Ciudadanos o el mucho más
improbable apoyo del PSOE, o logramos rectificar el rumbo presente con una
mayoría de izquierdas. Pero esta mayoría progresista puede adoptar dos
formas: o tiene al PSOE como fuerza predominante o la relega a una posición
secundaria. Contemplada la cuestión desde la envergadura del cambio a
realizar, es aquí donde radica la clave del asunto.
Tal y como va
diseñándose el campo de las izquierdas de cara a las próximas elecciones, con
cada vez más desprecios y divisiones, lo más probable es que el PSOE termine
preponderando. Y basta con apuntar alguna inclinación distintiva, como la
postura de los socialdemócratas españoles ante el TTIP, para adivinar la
dimensión real que tendrán las transformaciones impulsadas por un ejecutivo
liderado por los socialistas y apoyado desde el Parlamento por Podemos y por
Ciudadanos.
El único modo
de trascender este escenario es rebasando electoralmente al PSOE, forzándolo
a una disyuntiva: o gran coalición con el PP para, sacrificándose a sí mismo,
consumar la contrarreforma neoliberal, o tomar parte de un gobierno de
izquierdas sin su liderazgo, en el que sus consuetas reticencias derechistas
no tuviesen cabida. Pero este objetivo es impracticable para Podemos por sí
solo. El único modo de lograrlo es aglutinando a todas las fuerzas y
sensibilidades a la izquierda no identificadas con la sedicente
socialdemocracia actual, e incorporando la máxima proporción posible del
tercio abstencionista del cuerpo electoral. La única manera, en suma, es a
través de eso que viene denominándose, de forma deficiente, como «unidad
popular».
En Podemos
sostienen que su estructura partidaria se basta y se sobra para canalizar
dicha «unidad». Su estructura intensamente verticalizada y de dirección
concentrada, que permite la mediatización heterónoma de cualquier proceso de
convergencia, desmiente, sin embargo, semejante pretensión. Las primarias que
han realizado lo testimonian: con su ínfima participación, las injerencias de
la cúpula, sus listas plancha, su vulnerabilidad ante el pirateo y los votos
de última hora cazados entre amigos y familiares para ganar por la mínima, no
parecen constituir un instrumento serio para lograr convergencia ciudadana
alguna.
La materia gris
del partido insiste además en que, para conquistar la ansiada mayoría, no hay
que convencer a los ya convencidos, sino llegar a donde todavía no se ha
llegado. Este modo de representar su táctica nos evidencia el riesgo del
planteamiento: si ese espacio por alcanzar resulta que termina siendo el
centrismo liberal, en el tránsito irán cayendo los apoyos que se daban por
seguros y cuando se arribe al destino se encontrará éste de lo más
concurrido. Si, por el contrario, se desea penetrar más en el campo social de
las izquierdas y en el abstencionista, resulta discutible que la mejor opción
sea dejar aparcados, o incluso denigrar, a los presuntos incondicionales. Y
es que, para estos propósitos, nada más atrayente y catalizador que una
expedición conjunta.
Hasta hace
poco, era Izquierda Unida la que, desde una presuntuosa posición de
predominio, llamaba a dicha conjunción. A día de hoy, sin embargo, por una
combinación de mediocridad, sectarismo y burocratización, y por el
consiguiente y penoso exceso de escisiones, expulsiones y fracturas, el único
partido estatal que se opuso a reformas como la del art. 135 va camino de
parecer prescindible en un hipotético escenario de cambio. Pero, ¿lo es en
realidad? ¿Tan alegremente se puede despreciar su millón aproximado de votos
para la pretendida victoria final, según el régimen electoral vigente de
restos y circunscripciones? Si el objetivo es ganar las elecciones, ¿es buena
estrategia comenzar rechazando como «cenizos» apestados a decenas de miles de
militantes y simpatizantes, distinguidos por su compromiso y actividad contra
la oleada neoliberal? ¿Tiene además sentido que se trate a la IU liderada por
Alberto Garzón, que apuesta de forma abierta por esa «unidad popular», del
mismo modo que a la IU de hace tres años? ¿Cabe confundir a los pocos
centenares que conforman su mediocre y a veces deleznable burocracia de
aparato con los millares que componen su base social? ¿No hay quizá similitud
entre la arrogancia con que la plana mayor de IU trató a Iglesias y Monedero
en la primavera de 2014 y la que hoy se gastan los líderes de Podemos
despachando a las bases de la coalición como pesimistas fracasados?
Téngase en
cuenta que muchos de los que hoy forman y lideran nuevos partidos de la
izquierda son hijos proscritos de IU, lo cual demuestra el sectarismo y la
estrechez de su matriz, pero también revela resentimientos e identifica
rasgos de familia. Es una de esas taras congénitas la que provoca la
indisimulada y cainita prepotencia que vienen mostrando algunos
representantes de Podemos frente a la izquierda tradicional. Del mismo modo
que en el interior del PCE podían ser lapidadas minorías heterodoxas por
interpretar el dogma de forma desviada, observamos ahora un desprecio
caricaturesco no menos excluyente por parte de los líderes de Podemos hacia
quienes entienden las estrategias de transformación de modo diverso a su
hipótesis populista. Parece que en la izquierda todavía no han interiorizado que
nada la debilita más que el encono fratricida.
Con razón
arguyen los líderes de Podemos que la «unidad popular» no puede ser «una sopa
de siglas», que pretenda solo «sumar a las izquierdas» para un «frente común»
en un cambalache sellado en los despachos. Cuando desde Podemos advierten
esto a IU aciertan de lleno, salvo en una cosa: no es eso lo que se propone
desde IU. Entiendo que la alternativa planteada consiste en crear, por
provincias, candidaturas populares, elegidas por ciudadanos rasos a través de
mecanismos transparentes y participativos, ciudadanos procedentes de
partidos, asociaciones, movimientos y agrupaciones comprometidas con la
iniciativa, que deciden dar un paso atrás en las elecciones y no presentarse
con sus siglas. La clave no está entonces en los partidos sino en sus gentes,
y también en aquellos que nunca hemos militado en ninguno de ellos.
Es muy posible
que, ante esta hipotética elaboración de listas unitarias, un sector
minoritario de IU no quiera renunciar a sus siglas, se escinda y decida
presentarse con algún sucedáneo bajo el pretexto de «defender el fuerte».
Pero el resultado de esta apuesta lo adelanta el 1,5% obtenido por la
candidatura oficialista de IU al Ayuntamiento de Madrid.
Los dirigentes
de Podemos utilizan, pues, un lenguaje engañoso: solo en sus representaciones
el asunto se reduce a coaligar partidos desde arriba, haciendo Podemos de
balsa de salvamento de una IU ya para el desecho. Pero la cosa no trata de
eso, sino de dar por una vez el protagonismo directo a la ciudadanía,
siguiendo precisamente el propósito originario de Podemos y del 15M. Y para
que eso ocurra deben caber todos, y para que todos quepan, como ya han dicho
muchos, no solo desde IU, sino también desde Equo o desde Anova, lo mejor es
aparcar irritantes posiciones de predominio para franquear el paso a
prácticas y procedimientos inclusivos, que permitan también el justo
reconocimiento a la aportación de cada cual. Y es que siempre es más cómodo
vivir en una casa compartida que de huésped en casa ajena.
Como está a
punto de desperdiciarse una oportunidad histórica, debido en buena parte a la
inmadurez, la arrogancia y las formas deplorables de algunos líderes de menor
estatura de la esperada, no estaría de más que, en vez de escuchar las
cansinas y repetitivas declaraciones de sus dirigentes, se consultase
directamente a todos los inscritos de Podemos si preferirían concurrir a la
formación de candidaturas ciudadanas o si preferirían mejor bailar solos
hasta volver a sumir a la izquierda en la irrelevancia institucional.
Sebastián
Martí es profesor
de historia del derecho de la Universidad de Sevilla.
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Joan A. Forès
Reflexions
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