Benvolguts,
Article 5 dels 8 del 06/02/2016.
Un áspero desencanto
Luis
Sánchez-Merlo en La Vanguardia
el 5 febrero, 2016 en Comunicación, Derechos, Igualdad, Justicia, Libertades, Política, Sociedad, Sociología,Valores
OPINIÓN
Qué está pasando, por qué esta agonía? ¿Qué
ha llevado a Partido Popular, Partido Socialista y Convergència a darse una
costalada morrocotuda? ¿Quién iba a imaginar que los profesores de Podemos
sacarían tanto pecho en tan breve espacio de tiempo? Sólo un enfado evidente de
los electores puede explicar el resultado de los últimos comicios con los que
acabamos de obsequiarnos y que, junto a sensibles barquinazos, han generado una
atomización del paisaje político.
La confluencia de unas simples variables ha
llevado al ciudadano a concluir que, no hace más de ocho años, él y los suyos
vivían mejor. Y cuando parecía que la densa niebla de la crisis comenzaba a
disiparse, cada día amanece con un nuevo escándalo de corrupción política, lo
que le lleva a confirmar que, mientras él gana menos, unos pocos –el 0,1% de la
población– hacen ostentación de ganar mucho. De ahí la desafección, un
alejamiento respecto de gente a la que hace tiempo se ha dejado de apreciar.
Lo cierto es que las clases medias han
visto menguar sus ahorros, temen por sus pensiones, sufren la inclemencia
fiscal, mantienen o ayudan a sus hijos y ven cómo la riqueza se polariza en
medio de una generalizada corrupción ambiental. Si a eso se añade el hartazgo
por el discurso caduco de los políticos de ración y que el enfado, como todo
hoy, se ha globalizado, la situa- ción desemboca –de forma inevitable– en un
desencan- to crónico, agravado por la exportación de talentos de una generación
tan pronto escaldada.
Ese estado inocultable de tensión sorprende
al viajero que viene a nuestro país y, nada más llegar, es testigo y víctima de
ese cabreo sordo de servidores públicos “a la fuerza” (hemos llegado a los tres
millones, lo que no deja de ser una cifra notable, con 17,4 millones de
trabajadores) y productores que, a falta de mejor estímulo, matan las horas con
el WhatsApp. Y aquí hay pocas excepciones, pues parece que los que viven de un
salario se sienten mal pagados y se instalan, por ello, en un estado de
decepción inconsolable.
Gabriel Magalhães, profesor universitario
de literatura, expone en su reciente publicación Los españoles (Elba, 2016) que
nuestro país le produce la sensación de un mosaico de tensiones en perpetuo
movimiento dentro de “un nacionalismo estereofónico”. Lo que impresiona al
ensayista portugués es la “endémica tensión presente en la cotidianidad
española”. Un nervio que cose el país de costa a costa –sutil unas veces,
evidente otras– como una corriente eléctrica que ocasionalmente deriva en
tempestad.
Con sensibilidad, Magalhães desmenuza la
creencia de que en la sociedad española hay muchas ganas –aunque no estoy
seguro de que esto sea así– de dejar de ser un mundo que funciona descartando o
arrinconando a una parte importante de su población. Eso es lo que se refleja
en la protesta política: los eliminados desean ser integrados, los marginados
quieren y pueden ocupar su lugar. Y concluye que una España que no se
permitiera los índices de paro actuales sería un país distinto.
Es incuestionable que el áspero desencanto
tiene que ver con disponer de menos y, por ende, vivir peor. En España se ha
instalado un pragmatismo inmisericorde, tal vez debido a la globalización de
las finanzas y salarios, a una nueva organización empresarial acorde a la
normativa de los mercados y a que hemos entrado –sin previo aviso– en la
economía del conocimiento y la innovación. Y es que el capitalismo –que siempre
ha sido la reunión inteligente de intereses egoístas– hace que brote un estado
de frustración permanente en los que viven de un salario.
Entre tanto, la política se ha
profesionalizado y todo se resume en ganar elecciones y cuantas más, mejor. ¿Y
cómo lograrlo en un sistema representativo? No hace falta estrujarse las
meninges: haciendo promesas a los electores. Y para completar el tirabuzón,
quienes enaltecían las bondades de sus promesas luego salen con que las
restricciones europeas les obligan a administrarnos tal o cual pócima amarga.
Una larga noche de recortes sin una palabra de consuelo.
Así se entiende la pujanza, en las
elecciones que se han celebrado en el último año, de partidos con raíces
comunistas –Podemos e Izquierda Unida– y anarquistas o antisistema –la CUP–. En
paralelo a este proceso, aumentan la pobreza y el patrimonio de los ricos;
mengua la compasión y reaparece la caridad.
Imagino la impaciencia de los lectores,
que, con razón, demandan soluciones, pero no queda otro recurso que decirles
que, puesto que la imaginación lleva tiempo de luto, el actual desierto
intelectual alimenta la presente sensación de impotencia. Lo que no obsta para
que sea perentorio embridar –dentro del modelo democrático– el capitalismo
despiadado, que incomprensiblemente algunos aún se obstinan en mantener.
Se trata de reformismo y en eso consiste
repensar la articulación de la democracia y la vigencia del modelo económico.
De no ser así, el áspero desencanto se puede volver crónico y ahogar la
esperanza. Y eso sí que no. De ahí, la agonía.
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